¿Quién paga cuando la Justicia se equivoca?

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La confirmación de que la tercera muestra genética analizada en el caso del doble crimen de Paloma y Josué en Florencio Varela dio negativo, descartando la presencia de ADN de un posible tercer implicado, no cierra una hipótesis. Abre una herida. Otra vez. Como en el caso de la llamada Masacre de Florencio Varela o el conmocionante caso de Lucas y Lautaro. Porque lo que queda en evidencia no es solo la ausencia de un nuevo sospechoso, sino la presencia de un patrón: el de la impunidad construida, ladrillo a ladrillo, por errores –o decisiones– que jamás son castigadas.

El abogado querellante de la familia de Josué, Carlos Dieguez, no se limitó a señalar fallas técnicas. Puso el dedo en la llaga: testigos clave ignorados; un incendio intencional del predio pocas horas después de hallados los cuerpos; ausencia total de preservación de la escena del crimen, lo que imposibilitó levantar huellas o rastros. Como si cada paso de la investigación hubiera sido una coreografía para que la verdad nunca aparezca.

En cualquier otra profesión, los errores graves tienen consecuencias. Si un cirujano comete una mala praxis y el paciente muere, hay juicio, sanción, inhabilitación, cárcel. Pero en el sistema penal argentino, cuando un fiscal o una fuerza de seguridad “operan” mal una causa, no pasa nada. Ni prisión, ni inhabilitación, ni sanciones. Ni siquiera el repudio social que deberían cargar sobre sus espaldas.

Entonces, la pregunta incómoda que deberíamos hacernos es esta: ¿debería un fiscal ir preso cuando, por negligencia o impericia, una causa termina en la nada y un asesino queda libre? ¿O debería ser la policía la que pague, cuando no preserva pruebas y arruina un expediente? ¿O será que, en esta Argentina invertida, la única condena es para las familias de las víctimas, que cargan de por vida con la ausencia y la frustración?

En las primeras 72 horas después de un homicidio se define el rumbo de la investigación. En este caso, todo se hizo al revés. Es imposible no sospechar que hubo más que simple torpeza. La hipótesis planteada por Dieguez –que Paloma y Josué pudieron haber sido asesinados en otro lugar y luego trasladados– no es descabellada. Lo descabellado es que, con tantas pruebas perdidas o destruidas, quizá nunca lo sepamos.

La impunidad no es un accidente. Es el resultado de un sistema que nunca se somete a examen, donde el fracaso de las instituciones se paga con vidas ajenas. Y, en el caso de Paloma y Josué, ya hay dos tumbas abiertas que lo confirman.

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