El lado oscuro del negocio de los sepelios en Varela

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Florencio Varela. Viernes, 18:40. En la guardia de una clínica local, una familia acaba de recibir la peor noticia. El cuerpo aún está caliente y las lágrimas recién empiezan a brotar cuando un desconocido, disfrazado de ayudante amable, aparece con una tarjeta en la mano. “Conocemos una casa de sepelios que los puede ayudar. Les van a hacer precio.”

No es casual. No es un gesto de solidaridad. Es parte de un sistema aceitado y brutal: el negocio del dolor. Un entramado de cocherías que se disputa, sin pudor, el instante más vulnerable de una familia.

Cada fallecimiento es una oportunidad de facturación. El precio de los sepelios en Varela arranca en $1.100.000 si se paga en efectivo. Pero si la familia necesita pagar con tarjeta, el costo puede subir hasta un 35%. Algunos prometen servicios “desde $750.000”, pero esa cifra no existe en la realidad. Solo es un anzuelo. Una vez que la familia acepta, aparecen cargos “extra” por ataúd, sala velatoria, traslado nocturno o simple apuro.

“Nos dijeron que nos hacían precio por el ataúd, pero después nos cobraron el doble porque ‘no era el modelo base’”, recuerda Paola, vecina de Villa Mónica. “Todo pasó tan rápido, que cuando quisimos acordar ya nos habían cargado un millón y medio.”

Los acuerdos entre casas de sepelios y personal de hospitales o geriátricos son vox populi. Hay quienes cobran comisiones por “derivar” casos. Y si la familia elige otra empresa, comienzan los obstáculos: demoras, pérdida de papeles, negativas sin sentido.

“Nos obligaron a contratar una cochería que ni conocíamos. Nos dijeron que si no lo hacíamos con ellos, había que esperar 10 horas”, denuncia Lucas, que tuvo que enterrar a su madre bajo presión.

La falta de regulación y el desinterés dejan la cancha libre para estas prácticas. La muerte es negocio, y en Varela —como en muchos puntos del Conurbano— no hay espacio para el duelo cuando el mercado aprieta.

Algunas funerarias disfrazan de amabilidad lo que en realidad es manipulación emocional. Llamadas insistentes, promesas que nunca se cumplen, descuentos falsos, y en muchos casos, una angustia económica que se suma al dolor por la pérdida.

“No pude llorar a mi viejo como quería. Estaba pensando cómo iba a pagar el servicio”, resume Darío, vecino de San Rudecindo.

Mientras tanto, el Cementerio Municipal ya fue ampliado por el Municipio ante la saturación. Pero del otro lado, el sector privado factura con cada cuerpo, con cada noche sin consuelo, y con cada tarjeta pasada a precio de oro.

¿Quién protege a las familias cuando la muerte se convierte en una trampa económica?

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