El silencio que duele en las paradas vacías

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Columna de opinión | Por José Cáceres

Otra vez el conurbano sur quedó a pie. Ocho líneas de colectivos —entre ellas la 148, 500, 504, 505, 507, 383, 324 y 603— paralizaron sus recorridos y miles de vecinos de Florencio Varela, Quilmes y Berazategui se vieron obligados a caminar, esperar o simplemente quedarse en casa. No es la primera vez. Y lo que duele no es sólo la ausencia del transporte, sino el silencio que la rodea.

En septiembre del 2024 ya habíamos asistido a una postal parecida. Aquella mañana, choferes de la línea 500 nucleados en la UTA (Unión Tranviarios Automotor), perteneciente a la empresa San Juan Bautista (MOQSA), bloquearon la Avenida Calchaquí con unos cuarenta colectivos en condiciones deplorables. Reclamaban que la empresa no perdiera la concesión. Lo insólito era que las mismas unidades que usaban para protestar —con pisos corroídos, escalones rotos y vidrios rajados— eran las que los vecinos denunciaban por poner en riesgo sus vidas.

Esa escena quedó grabada en la retina de muchos varelenses. Apenas unas semanas antes, el nombre de Sebastián Miere, un joven de 20 años, había estremecido a la región. Murió aplastado bajo las ruedas del colectivo en el que viajaba, cuando el piso del vehículo cedió por completo. Un horror que expuso el nivel de deterioro de un sistema que debería garantizar seguridad y dignidad.

Sebastián
Sebastán Mieres

Desde entonces, la indignación vecinal no hizo más que crecer. Fotos, videos y denuncias se multiplicaron en redes y medios locales, mostrando los mismos colectivos oxidados que siguen circulando. Y, sin embargo, cada vez que el conflicto llega al límite y los trabajadores paran porque no les depositan el sueldo, la pregunta vuelve: ¿dónde está la voz de la UTA?
¿Dónde están los intendentes de Florencio Varela, Quilmes y Berazategui?

Porque no se trata sólo de una empresa ni de un reclamo salarial. Es un síntoma de algo más profundo: la desidia. Una cadena de responsabilidades que se corta siempre del lado más débil —el del pasajero—, que paga boletos caros por un servicio cada vez más precario. Mientras tanto, el gremio calla, las autoridades miran hacia otro lado y los vecinos se apilan en las veredas, esperando un colectivo que no llega.

Aquel día de septiembre del 2024 no era la primera vez que la UTA jugaba fuerte. Hace algunos años, cuando se debatía la renovación de la concesión del transporte local y otra empresa se había presentado para competir por el servicio, los representantes gremiales también se hicieron presentes en el Concejo Deliberante, entonces presidido por Laura Ravagni, para hacer lobby en favor de la actual empresa. Aquel antecedente, que muchos recuerdan, hoy vuelve a cobrar sentido frente al silencio del sindicato ante el deterioro del servicio y los reclamos de los usuarios.

La empresa San Juan Bautista sigue en el ojo de la tormenta, pero no es la única. El problema estructural del transporte en el sur del conurbano arrastra años de abandono, de subsidios mal controlados, de colectivos que deberían estar en un museo del óxido. Todo eso, combinado con la pasividad del Estado municipal y provincial, conforma una ecuación explosiva.

Y cuando los colectivos vuelven a andar, todo se apaga hasta el próximo paro.
Hasta el próximo sueldo atrasado.
Hasta la próxima tragedia.

El silencio institucional frente a este problema no es neutral: es cómplice.
Mientras los vecinos caminan kilómetros para ir a trabajar, estudiar o atenderse en un hospital, nadie les explica por qué deben seguir viajando en unidades que ponen en riesgo su vida.

El transporte público no puede ser un lujo ni un castigo. Es un derecho básico.
Y en Florencio Varela, Quilmes y Berazategui, hace rato dejó de serlo.

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