El doble crimen contra la familia de Lucas González: primero la Policía le mató al hijo, después un expolicía le robó la indemnización

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Cuatro años después de que una brigada policial asesinara a balazos a Lucas González en Barracas, un expolicía federal que se había acercado a la familia «para protegerlos» les vació las cuentas donde estaban depositados los $112 millones de la indemnización. Mario González, el padre del futbolista de 17 años, es vecino de Florencio Varela y ahora trabaja con su auto haciendo remises para pagar el alquiler y la medicación psiquiátrica de su esposa. «Los policías mataron a mi hijo y me dejaron muerto en vida. Después vino este estafador y me destruyó», dice el hombre que perdió todo.

FLORENCIO VARELA / BUENOS AIRES – Mario González todavía no entiende cómo fue posible. Primero, una brigada de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires asesinó a su hijo Lucas de 17 años, acribillándolo a balazos junto a tres amigos cuando volvían de una prueba de fútbol en Barracas Central. Después, un policía federal que se había acercado a la familia «para protegerlos» les robó los $112 millones de la indemnización que habían cobrado por el juicio civil. Y ahora, cuatro años después de aquella mañana del 17 de noviembre de 2021 cuando su vida se partió en dos, Mario maneja su auto como remisero en Florencio Varela intentando juntar los $300.000 mensuales que necesita para pagar la medicación psiquiátrica de su esposa.

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«El asesinato de Lucas nos mató en vida. Los policías mataron a mi hijo y me dejaron muerto en vida. Después vino este estafador y me destruyó», resume Mario con una voz cansada, rota, que ya no espera nada de la vida más que sobrevivir un día más.

La historia de la familia González es una tragedia en dos actos. El primero: el asesinato de Lucas a manos de una brigada policial que lo confundió con un delincuente porque usaba gorra y venía de un barrio humilde. El segundo: la estafa del policía que se ganó su confianza, les pidió las claves de las cuentas bancarias «por seguridad», y después les vació hasta el último peso mientras ellos todavía estaban procesando el duelo.

Es la historia de cómo el sistema te mata dos veces. Primero con las balas de sus policías. Después con la impunidad de sus estafadores.

17 de noviembre de 2021: la mañana que Lucas fue asesinado

Lucas González tenía 17 años y jugaba en las inferiores de Barracas Central. Ese día había participado de una prueba de jugadores en el predio del club. Le había ido bien. Junto a tres amigos —Julián Salas, Joaquín Zúñiga Gómez y Niven Huanca Garnica— habían sido seleccionados. Iban a jugar juntos. Pararon en un kiosco a comprar un jugo para festejar. Después subieron al Volkswagen Suran para volver a sus casas.

Eran las 9.30 de la mañana. Circulaban por la avenida Iriarte, cerca de Vélez Sársfield, cuando fueron interceptados por un Nissan Tiida sin identificación policial. Adentro, vestidos de civil, tres efectivos de la Policía de la Ciudad: Gabriel Isassi, Gabriel López y Juan José Nieva.

Sin mediar palabra. Sin impartir la voz de alto. Sin identificarse como integrantes de una fuerza de seguridad. Los tres policías abrieron fuego contra el Volkswagen Suran. Dispararon más de veinte balazos. Lucas recibió varios impactos. Murió casi instantáneamente. Sus tres amigos resultaron heridos.

«Todos los días me pregunto por qué lo mataron. Por qué se ensañaron con ellos. Los estigmatizaron porque tenían gorras. Pensaron que salieron de la villa y les dispararon», dice Mario González, todavía buscando una respuesta que nunca va a encontrar porque la respuesta es simple y brutal: los mataron por pobres, por jóvenes, por usar gorra, por venir de Florencio Varela.

Fue uno de los hechos de brutalidad policial más sangrientos de los últimos años. El caso sacudió a la opinión pública. Hubo marchas, reclamos, cobertura mediática masiva. Y finalmente, algo inusual en Argentina: condenas.

Julio de 2023: prisión perpetua para los asesinos

En julio de 2023, el Tribunal Oral Criminal N° 25 condenó a los tres policías —Isassi, López y Nieva— a prisión perpetua por el asesinato de Lucas. La calificación legal fue contundente: «homicidio quíntuplemente agravado por haber sido cometido con arma de fuego, con alevosía, por odio racial, con el concurso premeditado de dos o más personas y abusando de su función siendo integrante de las fuerzas de seguridad».

El fiscal Guillermo Pérez de la Fuente los había definido en su alegato como «cazadores que esperan a su presa». Y eso fueron: cazadores. Salieron a matar. Eligieron a sus víctimas por su aspecto. Y dispararon sin piedad.

Además de los tres autores materiales, el Tribunal condenó a otros seis efectivos de la fuerza a penas de entre tres y ocho años de cárcel por encubrimiento y torturas. En total, once policías involucrados en distintos grados de participación. Una trama de complicidades, presiones y coacciones que Mario González tuvo que enfrentar durante todo el proceso judicial.

«Fue muy duro. Muy duro», recuerda. «Recibíamos amenazas. Nos decían que los compañeros de los policías presos nos iban a hacer la vida imposible. Estábamos muy vulnerables».

El policía que se ganó la confianza

En ese contexto de dolor, miedo y vulnerabilidad apareció él. Un expolicía federal, vecino de Florencio Varela, que Mario conocía del colegio. Se acercó a la familia González con un discurso protector: «Yo los voy a cuidar. Los compañeros de los policías de la Ciudad que metieron presos por el homicidio de Lucas les van a hacer la vida imposible. Yo los voy a proteger».

Mario, desesperado, aceptó. El expolicía comenzó a acompañarlos a todos lados, a custodiarlos, a estar presente en cada momento clave del proceso judicial. Se convirtió en una figura dominante en la familia. Y de a poco, fue tomando control.

«Se ganó la confianza», reconoce Mario. «Mi esposa cayó en un pozo depresivo por el homicidio de Lucas. Esa tristeza derivó en una patología psiquiátrica que necesitaba de una medicación muy cara. Yo me tuve que hacer cargo de mis dos hijos menores. Estábamos destruidos. Y este tipo se metió en la familia».

Mientras tanto, el proceso civil por daños y perjuicios contra el Gobierno porteño seguía su curso. Finalmente, se llegó a un acuerdo: $112.000.000 de indemnización por el homicidio de Lucas. El dinero fue depositado en dos cuentas a nombre de los padres.

Y ahí el expolicía hizo su jugada maestra. Les dijo que, por cuestiones de seguridad, para que no manejaran el dinero directamente, era mejor que le pasaran las claves de las cuentas. «Para que nadie los pueda amenazar ni extorsionar», argumentó.

Mario y su esposa, sumidos en el dolor y en la confianza ciega que habían depositado en quien creían su protector, le dieron las claves.

«Las cosas salieron mal hermano. Hice inversiones de alto riesgo»

Durante meses, el expolicía manejó las cuentas. Hacía transferencias, retiros, movimientos. Según él, «inversiones de bajo riesgo» para que el dinero rindiera más. Mario confiaba. No controlaba. Estaba ocupado trabajando para mantener a su familia y cuidando a su esposa enferma.

Hasta que un día, el expolicía lo llamó por teléfono. «Las cosas salieron mal hermano. Hice inversiones de alto riesgo. Te pido perdón».

Mario no entendió. Preguntó qué había pasado. El expolicía balbuceó algo sobre la bolsa, sobre bonos, sobre cosas que Mario no comprendía. Y cortó.

Una hora después, Mario fue al banco. Pidió ver el estado de sus cuentas. Y ahí se dio cuenta: estaban vacías. Ambas. La suya y la de su esposa. Los $112.000.000 habían desaparecido.

«Me quedé helado. No lo podía creer. Después de todo lo que habíamos pasado, después de que mataron a Lucas, después del juicio, de las amenazas, de todo… nos habían robado», recuerda Mario con la voz quebrada.

Inmediatamente radicó la denuncia en la Unidad Funcional de Investigaciones (UFI) N° 19, de Quilmes. El sumario N° 001163-25/00 fue calificado inicialmente como «presunto hurto o robo», una carátula que minimiza la gravedad de lo ocurrido.

Debido a que el acusado todavía no fue llamado a indagatoria, su identidad se mantiene en reserva. Pero Mario lo conoce. Lo ve en el barrio. Sabe dónde vive. Y tiene que tragarse la bronca de cruzárselo sabiendo que le robó el dinero por el que su hijo murió.

La pregunta que nadie responde

«Hay una cosa que no entiendo», dice Mario. «Cómo fue que los responsables del banco en Quilmes permitieron que el estafador hiciera transferencias y retiros de $112.000.000 y no les llamara la atención. ¿Nadie vio que de dos cuentas se estaban vaciando millones de pesos? ¿Nadie preguntó nada?».

Es una pregunta válida. Una pregunta que apunta a las responsabilidades del sistema financiero en casos de estafa. ¿Cómo es posible que se vacíen cuentas con movimientos millonarios sin que ningún protocolo de seguridad se active? ¿Cómo es posible que nadie en el banco detectara la maniobra?

El abogado Carlos Diéguez, que representa a los padres de Lucas, está preparando una presentación judicial más robusta. Ofrecerá testigos y pruebas que avalarían una acusación más grave contra el expolicía estafador. Pero el dinero, por ahora, no aparece.

Florencio Varela: remisero para sobrevivir

Mario González vive en Florencio Varela. Ya no tiene casa propia. Paga alquiler. Su esposa necesita medicación psiquiátrica que cuesta $300.000 por mes. Tiene dos hijos menores que mantener. Y ya no tiene los $112 millones de la indemnización.

«Trabajo con mi auto, llevo gente y hago lo que puedo para subsistir», dice. Es remisero. Se levanta temprano, sale a buscar pasajeros, hace viajes cortos por el distrito. Junta pesos para pagar el alquiler, la comida, las pastillas de su esposa.

Es la vida que le quedó después de que le mataran al hijo y le robaran la indemnización. Una vida de sobrevivencia, de trabajo informal, de llegar a fin de mes como se pueda.

«Los policías mataron a mi hijo y me dejaron muerto en vida. Después vino este estafador y me destruyó», repite Mario. Es su verdad. Su resumen de cuatro años de infierno.

El sistema que mata dos veces

La historia de la familia González expone la brutalidad del sistema en toda su dimensión. Primero, la violencia policial que asesina a un pibe de 17 años por el solo hecho de usar gorra y venir de un barrio humilde. Después, la estafa de un expolicía que se aprovecha de la vulnerabilidad de una familia destrozada para robarles hasta el último peso.

Y en el medio, un Estado ausente. Que no previno el asesinato de Lucas. Que no protegió a la familia después del crimen. Que no controló los movimientos bancarios sospechosos. Que no evitó la estafa. Que ahora avanza lento en la investigación mientras Mario trabaja de remisero para sobrevivir.

«Sin ejercer la violencia extrema de los efectivos de la fuerza de seguridad porteña, otro expolicía acechaba en la sala de audiencias y acechaba su presa», escribió LA NACION en su cobertura del caso. «En este caso, las víctimas no fueron Lucas y sus amigos, sino los padres del futbolista de Barracas que, inmersos en el dolor por el asesinato de su hijo estaban en una situación de vulnerabilidad e indefensión que los expuso ante estafadores como el expolicía federal que vació sus cuentas».

Es exactamente eso: cazadores y presas. Primero fueron cazadores con uniforme y armas. Después fueron cazadores con traje y cuentas bancarias. Pero siempre cazadores. Y las víctimas siempre las mismas: los pobres, los vulnerables, los que no tienen quien los defienda.

Florencio Varela en el mapa del dolor

Mario González es vecino de Florencio Varela. Lucas creció en Florencio Varela. La familia vivía en Florencio Varela cuando los policías lo mataron. Y ahora Mario sigue en Florencio Varela, trabajando de remisero, intentando juntar lo que el expolicía estafador le robó.

Florencio Varela, una vez más, aparece en el mapa nacional como escenario del dolor. Como territorio donde las tragedias se acumulan. Como lugar donde las familias humildes tienen que enfrentar la violencia del Estado, la estafa de los oportunistas, la indiferencia del sistema.

«Conocía al expolicía del colegio. Era vecino en Florencio Varela», dice Mario. Ese detalle —»era vecino»— resume todo. El depredador siempre está cerca. Conoce a sus víctimas. Sabe cuándo están vulnerables. Y ataca.

El juicio que viene

El abogado Carlos Diéguez promete reforzar la acusación contra el expolicía estafador. La calificación inicial de «presunto hurto o robo» es insuficiente. Debería ser estafa agravada, abuso de confianza, tal vez asociación ilícita si se demuestra que hubo complicidad bancaria.

Pero los tiempos judiciales son lentos. Y mientras tanto, Mario sigue trabajando de remisero. Su esposa sigue necesitando medicación. Sus hijos menores siguen creciendo sin su hermano mayor. Y el dinero de la indemnización sigue sin aparecer.

«Tengo que pagar alquiler y la medicación para el tratamiento de mi esposa cuesta $300.000 por mes», insiste Mario. Es su realidad. Su presente. Su futuro previsible.

Lucas González fue asesinado hace cuatro años. Tenía 17 años, jugaba al fútbol, soñaba con llegar a Primera. Los policías lo confundieron con un delincuente y le dispararon más de veinte balazos. Después, un expolicía se ganó la confianza de su familia y les robó la indemnización.

Dos crímenes. Una sola víctima: la familia González, vecinos de Florencio Varela que siguen pagando el precio de vivir en un país donde el sistema te mata dos veces.

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