En el AMBA el coronavirus hierve. Pero también hay otras pestes que son epidemias desde hace años y no se pueden erradicar. Al comienzo de esta pandemia mundial, ese virus maldito que lleva a a las monarquías en sus nombres parecía que nos iba a permitir ver lo que hasta ahora no se quería ver. A los invisibilizados del neoliberalismo que se amontonan en nuestro conurbano sur. Pero, de a poco, vamos perdiendo la esperanza.
A Joaquín lo llamaban «El Hijo del Sol». Tenía 13 años. El jueves pasado los profesionales de la salud de una de las salitas de Florencio Varela se toparon con su cuerpo desgastado, carcomido por tres males endémicos: la tuberculosis, el coronavirus y la pobreza. Lo conocían, tenían un apodo para él, los veían dormir sobre una piedra a pocos metros, les dolía, su muerte los quebró.
Llegó agonizando al Centro de Salud. En un último intento por salvarlo su madre y su abuela lo llevaron en andas hasta la salita. Para ser gráficos, escupía sangre, tenía una neumonía bilateral y estaba somnoliento. Los médicos hicieron lo que pudieron, lo mantuvieron con vida hasta que llegó la ambulancia del SAME que lo trasladó hasta el hospital Mi Pueblo. Ya era tarde. Murió a las pocas horas y la noticia impactó en los trabajadores de la salita que postearon en las redes sociales el dolor, la amargura y la desesperanza que les ocasionó la muerte del «Hijo del Sol».
Los estudios clínicos que llegaron tras la muerte del niño, revelaron la verdadera radiografía de su vida: test positivo para coronavirus, tuberculosis y pobreza extrema. Su cuerpito, el que dormía sobre una piedra, en situación de calle, no pudo resistir.
El médico que lo atendió dijo que «tengo muchos años de emergentólogo pero esta noticia me partió». «Creo que todos le dimos la espalda. No supimos ver que ese que dormía en una piedra nos pedía ayuda a los gritos. Perdón Joaquín, somos una mierda», dijo compungido y golpeado.