Internet y los avances tecnológicos nos han abierto la puerta a un ecosistema tan abierto y gigantesco que, para lo bueno y para lo malo, se nos escapa de las manos. Aunque esto nos ha proporcionado un acceso a la información y unas posibilidades de comunicación nunca vistas hasta ahora, la inyección y el flujo de datos que provocan nuestras interacciones digitales, a su vez, pone en riesgo nuestros derechos a la privacidad y a la intimidad, y nos hacen mucho más vulnerables a mecanismos de vigilancia, a asedios mediáticos y publicitarios de los que no siempre es fácil mantenerse al margen, y a un control por parte de autoridades que, a día de hoy (especialmente a raíz de la convulsa coyuntura internacional y la situación sanitaria global actual), solo hemos comenzado a intuir y a experimentar más que pequeñas y aisladas muestras.
Durante bastante tiempo hemos utilizado los servicios online pensando que eran gratis (o que pagamos por ellos precios bajos); que no tendríamos que hacer frente a ninguna gran contraprestación por hacer uso de sus plataformas, sus servidores y sus herramientas. Mientras tanto, muchas de las grandes empresas tecnológicas que ofrecían esos servicios —entre las que podemos mencionar grandes nombres como Facebook, Google, Twitter, Whatsapp, Amazon, Apple o Microsoft, y también algunas de las operadoras telefónicas más conocidas, como son Vodafone, Movistar, Orange, etc.—, se frotaban las manos a medida que el número de usuarios de sus redes crecía y ellos iban acumulando una cantidad ingente de datos personales que esos usuarios iban volcando (a veces voluntaria y otras involuntariamente) en sus plataformas. Sabiéndolo entonces o sin saberlo, estas compañías estaban, con ello, nada menos que cimentando la base de un modelo de negocio que les ha llevado, en los tiempos recientes, a la cúspide del éxito empresarial. De hecho, no hay duda de que es la información la que ha convertido a muchas de estas empresas en las entidades con mayor influencia, capacidad económica y poder del presente. Nadie a lo largo de la historia: ni organizaciones públicas, ni gobiernos, ni agencias estatales, ha recopilado y tenido en su poder una cantidad de datos personales comparable a la que tienen estos gigantes digitales en la actualidad. La cuestión ahora es, qué ¿van a hacer con ellos?
La respuesta parece estar poniéndose encima de la mesa en los últimos años: venderlos. La privacidad se ha convertido en el principal producto de las empresas tecnológicas, y en un generador de ingresos de lo más constante y fiable. Ya sea para fines publicitarios o de marketing, para la creación de perfiles grupales destinados a fines políticos o comerciales, o, más recientemente, para el monitoreo estatal de nuestras actividades, nuestros contactos, nuestros movimientos y nuestros comportamientos, lo cierto es que las plataformas digitales no han dudado en sacar partido al valor económico que ofrecen estos datos privados. Lo han hecho basándose en la lógica financiera predominante en nuestros sistemas actuales.
La alternativa de los usuarios en estos casos ha de ser el intentar proteger sus datos en la medida de lo posible, utilizando VPNs para proteger los datos personales, herramientas alternativas que no hagan uso de datos, bloqueadores de rastreadores y su propio juicio para evitar compartir más datos de los necesarios.
De lo contrario, las consecuencias de estos comportamientos no son inocuas. Los análisis, las segmentaciones y la comercialización de nuestra información personal por parte de algoritmos y sistemas velados y carentes de una legislación clara que les regule, podría llevar a situaciones desproporcionadas, injustas y perjudiciales para muchos usuarios y para la sociedad en conjunto. Muchos de nosotros podríamos vernos afectados de formas diversas, como, por ejemplo, siendo negados el acceso a determinados servicios estatales y empresariales (o, incluso, viéndonos obligados a hacer frente a sanciones y restricciones impuestas desde las autoridades gubernamentales por presuntos actos que deriven de la vigilancia de nuestros movimientos digitales, nuestras geolocalizaciones o nuestras comunicaciones). También podríamos vernos asociados a perfiles a los que nos correspondemos solo aparentemente o en parte (con las repercusiones que eso conlleva, entre otras cosas, a nivel de asedio informativo y publicitario). Y, en general, ver como se reducen nuestras libertades individuales, y se pone en riesgo el modelo democrático a través de estrategias destinadas a influir en el criterio político de la ciudadanía. Esto último, aunque pueda parecer exagerado o distante, es algo que ya hemos visto ocurrir en citas electorales recientes como, por mencionar un par, las presidenciales americanas o la votación del Brexit, y se lleva a cabo a través de la tergiversación de la información que se pone a disposición a cada uno de sus usuarios según sus intereses y sus perfiles concretos.