El Reino y un tiro para el lado de la Justicia

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Por Mariano Ameghino, especial para Infosur

Nadie puede poner en duda a esta altura el poder que ejerce la industria cultural a la hora de establecer imágenes del pasado, decretar como ocurrieron acontecimientos, quienes son héroes y quiénes demonios. Todo esto ha sido parte del análisis de la sociedad de masas, sobre todo desde principios del siglo XX con el avance de las tecnologías, el acceso al cine y la llegada de la TV a los hogares.

Acercándonos en el tiempo esa masificación se dio junto con la concentración y convergencia de emisores en pocas manos. Todo armado para que el capital y el mensaje único se multipliquen alimentando el círculo vicioso de Dinero-Industria-Tecnología-Distribución- Consumo- Imaginario- una casi perfecta “construcción de hegemonía”.

Por supuesto que los estudios de la comunicación y la industria cultural han demostrado también que el público receptor no es una tábula rasa, o una esponja que absorbe sin el menor filtro de lo que recibe. Pero quién puede decir hasta dónde o hasta cuándo influyen en nuestros sentidos esos mensajes unidireccionales repetido hasta el hartazgo.

Los primeros análisis sobre el tema se basaban en lo que había logrado la supuesta broma de Orson Welles con la emisión radiofónica de “La guerra de los mundos” donde los norteamericanos confundidos entre el género periodístico y la ficción habrían aceptado la invasión marciana como una realidad; luego la propaganda sobre la Segunda Guerra Mundial y el triunfo de los Aliados que tuvo su “relato” en la industria del cine norteamericano, basta recordar las palabras de Roosvelt en 1942 antes de entrar en la guerra cuando dijo “ya hemos ganado la guerra, las películas de Hollywood se ven en todo el mundo”.

Porque lo que la industria instala es un modo de ver el mundo, de construir subjetividades, sentido común y de allí volvemos a la palabra tan gramsciana como pertinente “Hegemonía”.

Nos estamos centrando en el cine y las imágenes en movimiento porque aquí apuntaremos a una miniserie recién rodada y exhibida en nuestro país. Pero este debate lo podemos ver también en la industria editorial, por ejemplo cuando hubo una apuesta fuerte a la desaparición del Kirchnerismo a través de las cadenas de librerías que  llenaron sus vidrieras con libros del “periodismo independiente” marcando el ritmo de lo “que había que leer”. Mismas modas como brisas de verano podemos analizar en otros momentos pero volviendo a la industria de lo audiovisual, en la serie sobre el comandante Chávez que lo muestra como un aventurero que pudo haber sido paracaidista, presidente, golpista y mujeriego, nunca se da cuenta de los grandes cambios que tuvieron lugar en la sociedad bolivariana de Venezuela. Igual sentido se da a la serie “El mecanismo” que pretendía desmontar toda la corrupción del PT Brasileño para generar un status quo imaginario que permitiera las locuras que ocurrieron y que parecen extraídas de la más pura ficción como los juicios políticas y la prisión para Dilma y Lula, respectivamente.

Si aún el lector tiene intenciones en hacer una mueca sobre lo que aquí estamos fundamentando, explíquese entonces la preocupación por la no condena a CFK sobre los momentos finales de “Nisman” en la serie que Netflix exhibió en el verano de 2019 o las preocupaciones que existen en torno a cómo será el guión de la vida de Maradona a través de Amazon, cómo quedará la imagen de Claudia, su padre, sus hijas y del mismo Diego.

El inmenso poder de los mensajes de la industria cultural y su alcance está aún por verse en su infernal complejidad. “ Inofensivamente” esas plataformas llegan a nuestros livings a través de módicas sumas de dinero para contarnos y darnos, a través de maratones, series y películas, su visión del mundo, sus estigmas.  Comodamente desde nuestro sillón vemos como todos los colombianos y mexicanos son narcotraficantes, como los norteamericanos ganan guerras increíbles contra soviéticos, asiáticos, árabes y hasta alienígenas o como Sudamérica entera es un bolsón de corrupción mientras que los países nórdicos tienen sus triquiñuelas pero dentro del mundo de lo que permiten las ciencias políticas.

Semanas atrás con algún temor muchos nos sentamos a consumir la nueva serie que ofrece la plataforma Netflix El Reino. En ocho episodios de menos de una hora cada uno, la oferta invitaba a un pasatiempo de fin de semana. Los reparos eran más que justificados: una miniserie que se emite por uno de los monstruos de la concentración y la convergencia antes descripta y que trata sobre política y candidaturas argentinas, donde en medio de una campaña electoral matan a un candidato y un evangelista va a sucederlo, en principio puede disparar mensajes para cualquier sitio. Alimentar imaginarios de lo inservible que es la política para cambiar la vida de las personas, generar lazos de apatía entre el público receptor y la participación ciudadana que se espera para las elecciones de Septiembre y Noviembre, en fin, un temor fundado en que lo que se pudiera saborear de la ficción fuera semi amargo.  Nos alentaban la participación de un elenco que por sus opiniones y apariciones públicas nos invitaban a pensar que tal o cual actor o actriz no se iba a prestar a un guión demasiado anti política o sencillamente “gorila”.

Como este artículo no intenta “spoilear” (término que se utiliza para decir en una sola palabra sobre aquel que cuenta el final de una historia antes que otro la haya podido ver) sino compartir el sabor que ha generado la recepción del mensaje,  más allá de lo que se podía analizar y sentir al observar, disfrutar, consumir, analizar, estas líneas son empujadas a salir a la luz una vez que nos enteramos que los realizadores, ideadores, de la misma son atacados. Marcelo y Claudia Piñeyro fueron criticados desde la  la Alianza Cristiana de las Iglesias Evangélicas de la República Argentina (Aciera) pero esas críticas traen consigo no solo un intento de censura sino también la preocupación que la producción genere en la ciudadanía una puerta hacia la puesta en duda de muchos de los vaivenes políticos de los últimos años en nuestro país.

El producto es muy bueno y recomendable para ver. Posee suspenso, trama, inquietud, fantasía, misterio y deja un sabor para nada semi amargo. ¿Por qué? Porque denuncia acerca del poder de los ejércitos de trolls que damnifican la democracia y la participación popular, porque invita a pensar en la intromisión de agentes secretos extranjeros en la soberanía de nuestros pueblos, por qué denuncia que detrás de las creencias bien intencionadas de muchos ciudadanos que creen en Jesucristo hay organizaciones con una máscara religiosa que recaudan y lavan dinero y lo peligroso que es esto cuando se juega en la arena de la política pública para arribar a la Casa Rosada.

Si de spoilear se trata, por favor, permítame hacer un paralelo entre el personaje que interpreta Joaquín Furriel –Rubén Osorio- y quien fuera el jefe de gabinete del anterior presidente. Con este Marco no quiero hacer ningún emPeñamiento particular pero los globos de colores del empresario Badajoz y las luces amarillas que formaron parte en algún momento de las escenas me permitieron pensar que al fin un tiro para el lado de la justicia ante tanto temor que la industria cultural abone el camino de la dependencia y la colonización.

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